- Feb 20, 2016
- Pedro Vargas
- Bioética, Otras Lecturas
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Sebastião Salgado titula uno de sus más hermosos libros de fotografía social, Migraciones: Humanidad en transición. Como ha sido señalado por otros, ésta es una visión alrededor de 36 países -antes de terminar el siglo XX- donde la migración ha sido masiva -más de cien millones de migrantes- por hambre, guerras, desastres naturales, empobrecimiento del medio ambiente y económico, ampliación vergonzosa e injusta de la brecha entre ricos y pobres, abusos de los derechos humanos, y, arbitrariedad de gobiernos electos y usurpadores de la voluntad popular o política. Las imágenes descubren la dignidad, el coraje y el sufrimiento de quien migra.
Cuando el Papa Francisco se levanta gigante frente al Río Bravo –como elocuentemente lo describen Jim Yardley y Azam Ahmed en NYT en español esta semana- es frente a una frontera militarizada que, también levanta con corva y altanería, quien se otorga ser democracia, quizás por aquello de lo electoral. Allí también se levanta una gran cruz, que señala el comienzo o el final de un calvario moderno: la migración.
El siglo XXI anda senderos cruentos ya. Como dijera Imre Kertész: “No busquemos el sentido donde no existe: el siglo, ese pelotón de fusilamiento en servicio permanente, se prepara otra vez para disparar…”
Se ha dicho que la característica básica del ser humano es su apertura. Los hechos diarios sobre migraciones y migrantes enfrentan y confrontan esta aseveración. Para Kertész, sin embargo, “la ley de nuestro mundo es el error, el malentendido, el no-reconocimiento del otro”. La respuesta humanista a las migraciones y al emigrante debiera ser una, pero es diversa. La tendencia es una respuesta negativa: la clausura de las entradas, el rechazo del extranjero, a quien hacemos sentir como el “enemigo interno” de Kertész, el apátrida, el desarraigado que entonces le inundan temores y se defiende “patas para arriba” contra el sometimiento, el miedo, el desprecio, lo asqueroso de la exclusión.
Todo el que abandona su país o migra lo hace en busca de mejores días, de su bienestar y el de su familia. El hambre, la guerra, el crimen, la violencia, el régimen, la etnia, el origen, la forma de pensar, las creencias y las ideologías políticas son todos, detonadores. La tortura, el terror y la muerte les acechan. Unos lo hacen huyendo en manadas, con un mínimo de enseres y equipaje, sin alimentos disponibles ni agua, en condiciones antihigiénicas, enfermos. Otros lo hacen con comodidades, propiedades y capital. En esos dos extremos, la urgencia de “ponerse a salvo” los rasa, como uno solo, pero sus comportamientos varían. Pero lo más oneroso es nuestra respuesta: a los primeros los rechazamos, a los segundos les abrimos las puertas no importa cuánto delito han cometido.
Muchos desplazados llegan a diversos destinos con los bolsillos rotos -gracias a los traficantes de seres humanos y de ilusiones. Gente inescrupulosa que hace riquezas desde la necesidad de otros. Otros, no importa la edad ni el género, son abocados a la prostitución y al crimen. No son muchos los que sobreviven el sufrimiento con dignidad y valores, pero los hay. El desplazado de hoy puede llegar a ser también un excluido de mañana. Rigoberta Menchú lo ha dicho elocuentemente: “Dejar el país de uno en busca de un refugio, para salvar la familia o el pueblo, significa enfrentarse a lo desconocido”.
Hoy, es una crisis humanitaria la que nutre la inmigración. Una crisis humanitaria interior, en nosotros mismos, en nuestra propia percepción y comportamiento frente al que migra. Mientras creemos y gozamos nuestra comodidad –aún sin cuidarla- ignoramos, aborrecemos y miramos a otra parte la incomodidad del otro, la patria del otro, el hogar del otro. Pero, ¿qué es la patria, el hogar, el país? Si algo hay que afirmar con claridad y certeza es que no es el suelo natal. La propia patria, el propio país no es aquel donde se nace, sino donde se nos acoge, donde se nos nutre, donde se nos da abrigo y esperanzas.
Como dijo el Papa Francisco en Juárez, México, “esta crisis, puede ser medida por estadísticas, pero es mejor medirla con nombres, historias, familias”.