- Ago 3, 2022
- Pedro Vargas
- La Prensa
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Hay en las palabras y en las expresiones utilizadas por quienes se oponen a los derechos de las personas por su diversidad sexual, y, puntualmente por su orientación homosexual, un acérrimo odio, que invita al escarnio público, al linchamiento y a la hoguera, montado incluso sobre la historia vergonzosa de concupiscencia entre Estado e Iglesia. No se entiende cómo una sociedad como la nuestra, donde la enseñanza sobre la moral cristiana ha sido visible y prioritaria, sus alumnos y alumnas se levanten contra la dignidad humana, tan celosamente atribuible a la imagen de Dios hecha en nosotros. Contradicciones de una fe hecha de papelillos.
Una vez más, los hombres y mujeres no son mejores o peores por su orientación sexual. Los homosexuales no son mejores o peores que los heterosexuales, como hijos, padres, hermanos, amigos, compañeros de trabajo, pareja, profesionales, estudiantes u obreros. Lo que está en juego es el respeto, la sensibilidad humana, la compasión, la generosidad y, todo esto, cuando se le falla, torna más prominente su fealdad entre quienes tenemos un rosario entre los dedos o amarrado a la muñeca de los puños, las rodillas al piso y las manos juntas al rezar el Padre Nuestro, aunque sea un solo día a la semana, más escandaloso, si cada mañana con cada aurora o cada tarde con cada muerte del día.
Le toca a la Iglesia establecer el diálogo y la reconciliación con la comunidad LGBT, porque ha sido la institución de la Iglesia quien más elocuentemente ha marginado a esta comunidad.
La desesperanza entre las personas de la comunidad de lesbianas, homosexuales, bisexuales y transgéneros (LGBT), sus sufrimientos, sus heridas, sus enfermedades mentales, sus decisiones por morir por suicidio, tienen todas sus raíces en nuestro brusco rechazo, no solo a su orientación sexual, sino a sus personas como tales, a la dignidad que les sustraemos como impolutos y justos jueces en que nos convertimos, a la constante burla y desprecio, a los golpes, violaciones y a los calificativos horrendos y vulgares que les juntamos a sus nombres, a los escupitajos que les lanzamos a las caras, a las espaldas que les damos en los hogares, escuelas y trabajos. Y la Iglesia católica, fieles y clero, no se escapa a estos comportamientos dolosos y dolorosos, aunque dentro de ella, se hallan personas empeñadas en que se construya un puente de fraternidad entre la Iglesia y la comunidad LGBT. Esa oposición es profunda e influyente, como ha dicho Julieta Lemaitre, posición fundada en la idea de la primacía moral de la sexualidad reproductiva por encima de cualquier otro ejercicio de la sexualidad. Y las iglesias cristianas también enarbolan una bandera de la moral mientras promueven una cultura y un activismo de desprecio hacia los homosexuales.
En la medida que a las personas LGBT se les permite revelar sus historias y su identidad, que se les invisibilice o se hagan visibles, estamos más cerca de descubrir que cada familia -incluso cada familia católica- tiene uno o más miembros cuya identidad sexual no coincide con su género genital, y su orientación sexual es hacia personas de su mismo sexo. Entonces, ¿seguiremos atacando a esta comunidad como si fueran engendros diabólicos propuestos a dañar a nuestros hijos y niños, a diezmar las poblaciones mundiales, a inmolar qué moral? O, ¿somos nosotros, esos incorruptibles heterosexuales, los que dañamos a nuestros hijos y niños, diezmamos poblaciones enteras por hegemonías usurpadas, y hacemos trizas de las normas y comportamiento entre humanos? Y, ¿acaso no se descubren y revelan más trabajadores pastorales, sacerdotes y obispos como miembros de esta comunidad LGBT? ¿Acaso estos y aquellos tienen derechos diferentes para entrar a una iglesia, para participar en actividades eclesiales, para pedir y recibir perdón cuando han faltado o fallado y, a recibir o repartir la comunión? No soy yo quien lo decide, pero mi voz es alta y clara.
Como lo señala James Martin, le toca a la Iglesia establecer el diálogo y la reconciliación con la comunidad LGBT, porque ha sido la institución de la Iglesia quien más elocuentemente ha marginado a esta comunidad. Un segmento del clero, no despreciable por su número y jerarquía, es el responsable de las respuestas agresivas de la comunidad LGBT contra la institución eclesial. Esta ha sido la reacción a una acción falsamente moralizadora de no pocos homófobos. Quizás es la hora para que se “construyan los puentes”, como lo aconseja desde hace algún tiempo, el sacerdote jesuita. Naturalmente, su postura y su llamado han producido un acérrimo odio hacia su autor, de parte de un porcentaje tampoco despreciable de católicos y otros cristianos, que no solo desconocen y menos imitan la vida de Cristo, sino que, a la Iglesia postconciliar y “la inviolable dignidad del hombre”, que proclama la persona como sujeto -y no objeto- de los derechos, la han pulverizado y la han convertido en una caricatura. 7/7/2022
Publicado por el diario La Prensa, de Panamá